En la cabeza se aloja un eco, uno pesado, amplio en su onda... "No había nadie aquí". Y ese "nadie" se prolonga como si la duración de la palabra cobrara vida y quisiera gritar que, efectivamente, la sola expresión congeló los latidos por un momento.
¿Qué hago ahora? Lo que alguien con un poco de cordura haría: tragar saliva, abrazar con firmeza las cosas ya recogidas y bajar las escaleras, eso sí, con las luces bien encendidas. Abajo, a unos metros de la puerta principal, cigarros y risas cuidan de la fortaleza de Goldsmith, se despiden y ahora sí puedo constatar que si yo les dejo atrás, ahí mismo seguirán y no habrá otra sorpresa poco grata como la que minutos antes me llevé.
Cierro la puerta, camino la larga y poco iluminada calle y llego hasta el cruce con Homero. Sólo estando ahí me vuelvo a sentir seguro, es hasta ese punto cuando el eco deja de retumbar y las manos recobran la calidez que se supone, deben tener. Avanzo.
Horacio nocturno
Unas cuantas cuadras más y estaré más cerca de descansar: doce pequeñas cuadras, nada que no haya transitado antes. Sujeto bien la bolsa, mi mochila, me quito los audífonos y sigo con la travesía, a esa caminata nocturna la acompañan algunas luces menos espaciadas que las que quedaron en Goldsmith, perros pasean a sus dueños y bicicletas montadas por peculiares especímenes atléticos son parte del paisaje, el pan de cada día en la zona.
Ya he avanzado una cuadra y poco más de otra y de pronto, se me empareja una persona que con veloces pasitos cortos me deja mordiendo su polvo. No hago caso y sigo en lo mío, pero a medida que mis pies andan, ella, la mujer de cabello largo y blusa blanca, ralentiza también los suyos.
En estos días donde ellas pueden sentirse inseguras en las calles, decido hacer una pausa y luego avanzar, así no se sentirá perseguida, pienso; pero no funciona la espera, pues en el cruce con Lafontaine dan vuelta algunos autos que inevitablemente, nos hacen coincidir de nuevo.
No me preocupo, considero hacer una parada sabiendo que a escasos metros, está la Parroquia de San Agustín, y que especialmente de noche, con esas luces encendidas en sus arcos como llamaradas en la penumbra, las fotografías saldrán hermosas, impecables.
Me emociono al pensar en todas las posibilidades, en los encuadres, en tomas abiertas y otras un tanto cerradas, verticales y horizontales. Maquino en mi cabeza mis futuras obras de arte y, casi al pie de la Parroquia pasa lo impensable.
Nada es lo que parece, ¿o sí?
Esa caminata idealizando mis fotografías resultó más amplia de lo que realmente marcan las distancias. Se sintió como si el tiempo avanzara más lento, como si un paso demorara 10 o 20 segundos en darse... como si todo lo que nos rodea se hubiera colapsado y resurgiera en un chasquido.
Unos pasitos antes de cruzar por Musset, y guardando distancia con la mujer de cabello rubio y blusa blanca, dos autos totalmente negros y con luces muy radiantes, cortan el avance y con los propios faros delanteros, me alumbran a mí y la alumbran a ella mientras giran para incorporarse a su derecha. Y ahí, en apenas un parpadeo, en cuestión de un segundo o máximo dos, cuando volteó hacia el frente, ya no está ella.
No es que le fuera siguiendo la pista pero, resulta curioso como de la nada se fue... No le veo hacia mi izquierda, de frente tampoco está. Aprieto el paso pensando que tal vez corrió asustada ante la aparición de los autos negros pero, nada.
No está, y yo incrédulo de lo que acabo de ver -o no-, me quedo frío y sacudido y dejo de lado mis fotos nocturnas. La emoción se muere, acaba hundida muy dentro de mí luego de un episodio que tal vez me ha enfermado más que lo que pasó en la oficina. Camino veloz, tanto como mis pies cansados lo permiten, y por alguna razón, siento que el acceso al metro no termina de aparecer.
Al borde del colapso acelero los pasos y a lo lejos le veo: es mi salvación entrar a la estación. No sé qué pasó metros atrás ni horas antes en otro lugar, pero sólo busco darle vuelta tan pronto como sea posible.
Próxima estación
Bajo escaleras, aprieto con fuerza mis cosas, limpio el sudor que escurre de mi frente, avanzo, me fatigo y finalmente llego al punto de espera. No hay mucha gente, aprovecho para enviar unos cuántos mensajes de "todo bien, te escribo en un momento", pero vamos, no todo estaba bien, al menos no lo que pasó luego de las 3:00 de la tarde.
Al otro lado del andén, veo llegar el tren, ese que va de regreso a El Rosario y que, a esa hora, suele pasar lleno, cargado de la fuerza que mueve al país. Una nueva rareza, no viene tan atascado como lo imaginé, pero a estas alturas, ya no sé ni qué pensar porque sigo dudando de lo que me sorprendió previamente.
Un suspiro, un parpadeo y entonces, justo bajando del tren, la veo: los adidas Samba, los jeans, la bolsa de lona, el cabello largo... la blusa blanca. Era ella y ahora camina hacia la salida, camina de regreso a Horacio y para este punto, ya no entiendo el mundo en que vivo.
No sé qué carajo me ocurrió aquella tarde, pero sé que a quien vi fue a ella, en otro momento y en otro espacio, sin lógica o posible concordancia, pero sé que se trató de ella.
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