¿El día? Puede ser cualquiera, digamos que en esta ocasión el calendario marcaba un martes. La tarde era tibia, sin muchos reflectores más allá de la interesante rutina y el desayuno de reyes que incluyó chilaquiles, porque puedes olvidar el día, pero nunca unos buenos chilaquiles.
¿El espacio? El que la vida de adulto demanda que visitemos: la fortaleza de Goldsmith, tres plantas que suelen recibir a los empleados con los brazos abiertos, tres plantas que hoy lucen a tope y mañana quizá no vean siquiera una mosca volar por sus rincones.
La tarde era tranquila, hacia el fondo de la oficina trinaba con potencia el martillo encargado de las reparaciones en el inmueble de junto. Más arriba, en la terraza, un grupo de compañeros charlaba, comía y laboraba con la precisión de un reloj. ¿Abajo? Luces encendidas, la sala de juntas cerrada y unos murmullos inundando el espacio... insisto, era una tarde tranquila.
Los habitantes de la terraza de a poco bajaron y uno a uno, dejaron solo el espacio a donde acudimos cuando el aire del interior pesa y queremos un respiro lejos de las hojas de cálculo y las reuniones virtuales.
La ya de por sí tranquila tarde, se tornó más calmada, mucho más que tranquila.
Una videollamada por aquí, la lectura de correos por allá, dos latas de refresco frío para ayudar al cuerpo a despertar. Vistazo al reloj de la computadora, faltan sólo unos minutos para correr hacia casa. ¿Un refresco más? ¡Claro! ¿Por qué no? Nadie ha muero por tomar tres latas de eso, ¿cierto?
El largo camino
Nunca he contado los escalones pero se sintieron como veintitantos, nada mal para una oficina, algo exagerado luego de tan extenuante día que aún no termina.
No paraban los murmullos en la sala de juntas, ¿por qué? ¿Acaso el trabajo no nos permite hacer una pausa para comer? Allá ellos, yo sólo espero los tics finales del reloj y me largo antes de que colapse el metro.
Raro. Los murmullos se vuelven más sonoros a medida que me alejo. Cosas de acústica, quizá. No haré esfuerzo alguno en averiguarlo, yo ya estoy más fuera que dentro.
Ahí voy, de regreso a mi espacio, confiado en que cerraré el día con éxito. Siempre confío en ello, no ocurre todas las veces, pero por positivismo no paramos.
Lo que eran murmullos, ya se siente más bien como una charla abierta, sin complicidades ni secretos empresariales. Vaya, ya no son murmullos, abajo alguien conversa y yo, que ya estaba a punto de salir, espero un rato para no ser visto.
Pasan los minutos y me llega la hora de salida, pero abajo, la charla no cesa. ¿De verdad esta gente no come? ¿Por qué juegan con el sagrado tiempo de quienes debemos movernos en metro? Me parece una falta de respeto, pero ni modo, tendré que salir algún día, y debe ser hoy.
Extrañas sorpresas
Guardo las cosas. La computadora vuelve a la mochila, en la bolsa de tela meto bien comprimida la frazada que me han regalado, galletas para el camino, otra lata de refresco y antes de apagar todo para salir corriendo, percibo de nuevo ruido.
Alguien sube con urgencia las escaleras. Los tacones golpean con fuerza y, detrás, unos zapatos perfectamente lustrados entran en escena también. Con entusiasmo me saludan: -¡Hola, soy Fulanita y él es Zutanito! Al fin nos conocemos...
Regreso el saludo y pregunto algo que tal vez no debí preguntar, pero es que, en ese momento, ¿cómo carajo iba a saber lo que me responderían segundos después?
-Ya me iba, hace rato que pensé en salir pero estaban en una junta, no quise interrumpir, ¿tiene mucho que se desocuparon?
-Llegamos hace unos minutos, como cinco tal vez, fuimos a comer, cerramos bien todo y nos salimos en bola... íbamos varios, pero nadie se quedó aquí.
-No puede ser posible, porque, bajé... claro que escuché los murmullos y vi todo encendido y... y había gente, lo vi.
Un silencio invadió el espacio, las miradas se quedaron perplejas con esa versión que conté.
-No, te juro que todos salimos, no había nadie aquí...
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