Entre el otoño y el verano

 He fijado la vista en quien tengo frente a mí. Recorro con la mirada ese camino rugoso que se extiende por la piel del rostro, de las manos, del cuello… Cada línea más prolongada que la anterior, cada arruga más profunda que la de al lado, cada huella portadora de una historia más intensa que la que se contó ayer o antier.

Me detengo en la mirada. En los actos detrás de esos lentes empañados, manchados por el tiempo y el reposo. He visto esos ojos antes. Hace más de veinte años que los veo, que los reconozco. Sé que, cuando el milenio comenzó, eran distintos: luminosos, radiantes, colmados de fuerza y esperanza. Hoy no brillan igual. Es el paso de las arenas inclementes de ese reloj que llamamos vida.

Han pasado nueve décadas desde que esos ojos se iluminaron por primera vez, y hoy parecen llamados a apagarse. Pero el día o la hora nadie la sabe, sólo quien habita en la bóveda celeste. Los luceros se ven más tenues hoy que otras veces. Tal vez por la falta de sueño reparador, tal vez por la escasez de anhelos cercanos… o quizá es simplemente la vida la que hace mella, la que golpea el cuerpo sin tregua y va dejando menos fuerzas y menos días para soplar las velas del próximo pastel.

Un suspiro se escapa del pecho ronco. Una sonrisa se dibuja sutil, apenas visible en ese rostro curtido. Es la única línea que, de principio a fin, se ha mantenido intacta, indomable. Así como se formó entonces, así permanece ahora. Así como habitó la boca tras los estragos de la Revolución, habita hoy, en el marco de un aniversario más.

Ella no sabe si estará mañana. Nosotros tampoco. A decir verdad, nadie sabe si el mundo colapsará de un momento a otro mientras misiles surcan los cielos. Tal vez ni siquiera quienes obran el mal, arrancando los últimos vestigios de humanidad, saben si estaremos mañana aquí, allá, o donde nos toque estar. Pero, en este caso particular, el pecho se encoge un poco cuando la voz fatigada de la abuela vaticina que el día se acerca.

Es normal, después de todo. Así concluye el viaje. Pero ¡vamos! Nadie está listo para llegar a la estación final. No nos enseñan a ser conscientes de que ese momento llegará, ya sea por la mano del padre Tiempo o por otros horrores.

Supongo que es parte del misterio de la vida no entender el misterio de la muerte… si es que ambas cosas guardan misterio alguno. Tal vez su naturaleza sea transparente, y es el ser humano quien se empeña en dar vueltas sobre lo que es claro como el agua.

Se soplan las velas. Un puñado de ellas se apaga. Lo que segundos antes irradiaba fuego, ahora humea, y su rastro se eleva al cielo, dejando huella hasta disiparse en el espacio. Han terminado Las Mañanitas en plena noche fría. Calla la voz de Pedro Infante y un murmullo respetuoso se apodera del comedor. La abuela se ve en paz, feliz. La nostalgia le oprime el pecho, pero se sabe victoriosa: un nuevo número cuelga ahora de ella —92.

De esos casi cien años, en tres me brindó su cuidado. Me dio sus manos cálidas, su protección, la guía de sus pasos y esas historias paranormales con las que me enseñó a tener precaución. En esos años juntos me ofreció la fuerza que aún le quedaba —¡y era mucha, porque el monte exigía caminar largo rato!

Otra vez la sonrisa se dibuja en su rostro. Se sabe vencedora. Cansada, sí, pero alegre. La nostalgia la alcanza, y por momentos duda si llegar al siglo de vida sea buena idea. Pero pronto lo olvida y reitera, con picardía, que ya no falta tanto. "¿Qué son ocho años más? El tiempo vuela", dice ella.

Secándose las lágrimas, retoma el curso de la velada. Disfruta de otro verano lluvioso, cuenta uno que otro chiste, un dicho antiguo, o alguna de esas memorias que, con los días, parecen perderse… hasta que, una buena tarde, regresan. Supongo que de eso se trata todo. O tal vez no he entendido nada y deba llegar a esa cifra mágica para comprender que lo que hoy duele, mañana se disipa y se transforma en risas y benditas maldiciones.

Después de todo, la edad es sólo un número. Lo que verdaderamente importa dentro de esa cifra es la cantidad de recuerdos que recogemos en el camino. Pero, sobre todo, la calidad de los amores y las dichas que nos llevaremos a las playas de la otra vida, cuando llegue el momento de apagar nuestro brillo



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