"Lo conocí como un rayo de luz, partiendo el cielo
en miradas de color azul".
A medida que el invierno se marchaba, se renovaba también el calor en el hogar y cerca de los pies fríos pero, sobre todo, cerca del pecho rasgado y ligeramente herido. Otras renovaciones me han llegado en forma de borracheras memorables de las que recuerdo poco, incluso en forma de caricias carentes de ardor amoroso y más bien llenas de lujuria y simpleza; pero esta ocasión no, en febrero fue diferente todo.
Esos vacíos tétricos y los desvelos lamentables, seguidos de las mañanas con las manos llenas de aceite y grasa de automotor, fueron soportables gracias a una visita que no fue planeada, pero que en definitiva sí era necesaria, no sólo para mí sino para quienes compartían las paredes amarillas conmigo.
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Se ató un cascabel casi tan grande como la cabecita del minino, y la armonía de ese sonido acompañado de las travesuras y corretizas agitadas, dieron vida al jardín interior que renacía en pleno invierno; los mimos eran incesantes y el ronroneo nocturno agitaba los sentidos al desear únicamente la protección y paz de la bolita de pelos blancos que había llegado a mi habitación para dormir junto a mí, y devolver la sonrisa que estuvo perdida entre canciones de dream pop y tabaco.
Eso fue febrero, la llegada de un gato a mi vida; nunca me habían gustado y ciertamente nunca pensé en tener uno conmigo pero, su arribo me hizo creer que en ocasiones, los dioses te envían a seres celestiales para ser salvado de la penumbra. Mi minino fue eso, el nuevo protector de un corazón hastiado, el dueño de mis quincenas (literalmente) y la salvación que uno espera encontrar en mesías inmortales, pero que llega con la simpleza y gloria de un par de ojitos azules, y todo el calor y amor independiente que un Loki puede ofrecer.
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