El adiós que nunca llegó.
"Es difícil decir que las cosas podrían ser mejores"
En los oídos sonaban los acordes de una canción que creí era mía. Abrumado por los cerros verdes y el ladrido incesante de los perros estuve esperando por horas un saludo que jamás llegó, una caricia, un pétalo, una estrella; lo que fuere que me devolviera a aquellos muslos cálidos donde sentí confort y ante todo, amor.
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No sirvió en lo absoluto pensar en esa canción que creía nuestra, mía y de ella; no sirvió pensar en la absurda idea del "siempre por siempre" ni en la piel unida por la ferocidad y lealtad de una pareja de lobos, no sirvió recoger las lágrimas de aflicción bajo el amparo de las luces de esta ciudad y, ciertamente, tampoco sirvió abrir al pecho y querer acoger heridas que no había infligido yo; nada sirvió al final -y paradójicamente-, al inicio del pasado año.
Fue ese el inicio, en donde un lobo se tornó en un pequeño cachorro inseguro buscando respuestas entre cajetillas de cigarros y noches muy profundas, deseando recorrer un camino de vuelta al pasado, añorando haber iniciado esa historia fugaz con cuatro años de antelación; así fue como enero me sacudió: con la larga y vacía espera de una despedida que en ningún momento siquiera se acercó.
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