sábado, 23 de septiembre de 2017

Voces de un Cerro Olvidado.

'El cerro también es parte de Juan Galindo'. Eso me dijo mi tía cuando estaba a punto de salir de casa. Le di la razón en el momento.
Llevaba conmigo mi maletín, un par de libretas, bolígrafos y una pequeña cámara digital. Al subir por la calle Honduras en dirección al estadio de fútbol, desvié mi camino rumbo al edificio de la Presidencia Municipal, me acerqué a un par de policías y pregunté si había manera de llegar a la comunidad de Necaxaltépetl.
Conversamos brevemente y me explicaron en dónde debía esperar, cuánto iban a cobrarme y los tiempos estimados del transporte pirata que se encargaba de la ruta.

Para seguir con mi afán periodística, compartí un par de historias en mi perfil de Instagram, anunciando que cambiaban los planes y que se mantuvieran pendientes de la evidencia en los pequeños vídeos que seguiría subiendo a la red.
Esperé por espacio de cinco minutos y en la espera se unieron un par de personas, mayores ellos. Un señor de nombre José y una mujer de cabello trenzado, sandalias, blusa de manta y un chal color guinda, cuyo nombre jamás supe. Llegó el taxi pirata. Me senté en el asiento del copiloto, abroché mi cinturón de seguridad y saludé al chofer. No hubo charla en el camino, y a decir verdad, no necesitaba que la hubiera. El paisaje que se veía desde esa prolongada subida, hablaba por sí mismo. Mientras íbamos camino a arriba, el clima cambió de forma drástica. Dejé el soleado centro de Juan Galindo y toqué las nubes que se posaron en el verde cerro. A mi derecha eran visibles otros municipios, algunos zopilotes extendiendo sus alas imponentes, voladeros y espesos bosques vírgenes, libres de todo asentamiento, libres de la destructiva mano humana.

Únicamente un par de personas se aparecieron en el camino mientras el Tsuru color azul serpenteaba por esas curvas ascendentes. Llegamos apenas cinco minutos después de que salimos de la cabecera municipal. 
'Por aquí voy a andar, por si quieres que te lleve de vuelta pa'bajo', dijo el conductor. Agradecí y me paré en el medio del lugar. Alrededor mio sólo se notaban árboles de todos tipos. Las nubes estaban entre nosotros, me sentía en uno de esos sitios místicos donde las deidades se acercan a los seres ordinarios y les comunican su sabiduría y secretos ancestrales. Frente a mí estaban dos edificios amarillos; una iglesia que lucía casi nueva y en pulcras condiciones y, la presidencia de la junta auxiliar, con paredes despintadas, un par de puertas de fierro color negro y vidrios sucios, claramente en mal estado, claramente lo opuesto al templo, claramente quedaba demostrado qué es prioridad en ese lugar y quienes trabajan por mantener en pie sus construcciones.

El hecho de que la iglesia esté en óptimas condiciones y el espacio destinado al gobierno de los hombres no, es explicado de esta manera: los habitantes del cerro de Necaxaltépetl le deben más al 'Patrón de arriba', que a las 'chingaderas de los políticos'. Al menos así lo expresó don Gregorio, el primer poblador en recibirme. 
Estaba tomando fotografías del lugar para poder construir una base y un entorno, y a lo lejos me preguntó por qué lo hacía. Expliqué brevemente lo que me había llevado hasta su pueblo, me presenté muy respetuosamente y solicité que hablara conmigo durante unos minutos. Accedió. 

A ellos -los pobladores de aquél bonito cerro- no les importa lo que pase en Juan Galindo, ni en el corrupto y oportunista sindicato de electricistas comandado por el farsante de Martín Esparza. A ellos, los marginados de aquella comunidad, les importa trabajar. Les importa que exista seguridad en su comunidad que se extiende por las laderas y veredas del conjunto boscoso. Les importa que en sus escuelas se haga lo necesario para que los niños aprendan y entiendan que de ellos depende cambiar el rostro de un lugar que ha sido marginado desde hace más de cien años. Porque Gregorio no olvida que fue justamente la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, la que de forma arbitraria mandó a los verdaderos habitantes de Necaxa a refugiarse en lo alto de un cerro. Fue esa empresa y sus obreros y familias dependientes de esta, quienes se burlaron de los pobres, los de origen indígena, los de manos y pies fatigados... Luz y Fuerza les dio la espalda y cuando ellos -los comodinos de esa paraestatal- solicitaron ayuda, lo hicieron con el cinismo que significa pedir regalado, pedir sin luchar, sin trabajar. 

En Necaxaltépetl no olvidan que cuando sus jóvenes iban a las escuelas de la cabecera municipal, la gente de clase acomodada los trataba como inferiores, los discriminaban por no pertenecer a un mundo creado a partir de la visión de Porfirio Díaz y la labor de Frederick Stark Pearson. Allá arriba, en ese pequeño pueblito que representa dignamente el verdadero corazón de la sierra poblana, no olvidan que cuando la clase política requiere de ellos para ganar una elección, les prometen las perlas de la Vírgen, pero cuando llegan al poder, se olvidan de la gente que los puso en esa silla. 
Esa memoria dolorosa que tiene la gente, no es canalizada con odio hacia el prójimo, por el contrario, prefieren usarla como motor para seguir estudiando, para unir a sus hombres y mujeres en torno a la fe y gritar que la unión les dará mucho más que mera fuerza.

Allá arriba, las sonrisas son sinceras, las palabras acogedoras y los apretones de manos son firmes. No hay hipocresía ni distinciones. No hay miradas por encima del hombro y uno se siente parte de algo, de un todo. 
Allá arriba, en el cerro de Necaxaltépetl, la cima no es un privilegio, es una resignación que una comunidad entera padeció y que, de la manera más loable, sirvió de trampolín para alcanzar cumbres insospechadas, para volar más alto que las aves de rapiña, para brillar más que las estrellas que tocan la punta de los árboles añejos y las campanas de su iglesia. 
Hoy he aprendido que mientras el poder descansa en su casa, la gente como Gregorio, Maunina o 'el barbas', venden pan, inculcan valores a los menores, ven la forma de llegar a nuevos horizontes y celebran los juegos callejeros de un puñado de niños y niñas que apenas requieren una pelota vieja y unos choclos gastados para ser felices.

Hoy, aprendí que en el mundo sólo se tienen dos opciones: o te quedas con los brazos cruzados esperando a que un sindicato haga algo por ti, o te arremangas la camisa, agarras un pico y una pala y aprovechas la vida que se te ha concedido para impactar en tus vecinos y entregarles aquello que el gobierno ni siquiera ha pensado darles. Hoy Gregorio y Maunina se sinceraron conmigo, y hoy yo les dedico estos párrafos porque sus historias merecen ser leídas, merecen ser escuchadas y merecen llegar a nuestros sentidos, porque ellos sí son guerreros herederos de la tradición mexicana. Ellos son la fuerza que mueve el engranaje de ese bonito pueblo. Ellos, desde hace cien años han sido y son la verdadera Resistencia de Juan Galindo.


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