jueves, 23 de enero de 2025

La tarea de un velador

 Con el paso inclemente del invierno sobre mi cabeza, síntomas de resfriado aparecieron en mi cuerpo y, mientras rodaba y rodaba sobre la cama, me despertó una suerte de pesadilla, similar a las que toda la semana me habían acompañado.

Agitado pues, por los aparentes estragos causados por una leve fiebre, como pude me senté en la cama y con la habitación a oscuras busqué encender mi lámpara. Se hizo la luz.

Con la respiración un poco más tranquila, noté que la cabeza daba vueltas y vueltas, como queriendo desprenderse del cuello para escapar hacia un mejor lugar, siempre sin resultados, claro está. Puse en orden mis ideas, limpié un poco la mirada y acomodé los lentes en mi cara, logrando aclarar la realidad que mis ojos sólo notan cuando los cristales mágicos hacen acto de presencia.

Ese mal sueño retumbaba todavía en mi ser, sin embargo, al inspeccionar mi espacio, noté que todo lucía en orden: la televisión estaba en su lugar, la bandera rojinegra colgaba de la pared y el destello de la luna del Lobo acariciaba suavemente la ventana sin llegar a ser radiante ni intensa. Todo estaba en donde debía estar, al menos en donde recuerdo que se había quedado antes de acostarme.

Y así, cargado de una suave oscuridad que no era cegadora ni atemorizante, opté por contar ovejas para buscar conciliar de nueva cuenta el sueño. Ya eran las 2:00 de la mañana y tenía que volver a la morada de Morfeo. Una, dos, tres... treinta, treinta... no pasaba de treinta. 

Empezaba otra vez con el tema de las ovejas, y no había resultados. Conté tantas ovejas aquella noche, que de haber servido de algo jugar a supervisar un rebaño, habría recuperado el ganado que mi primo José le perdió a mi abuelo hace años. Como sea, mi cuenta no llegaba más allá del treinta.

Rodé un poco más por la cama, me quité los calcetines y los puse de vuelta, apagaba y encendía la lámpara, pero mi cuerpo se negaba a caer dormido. No sé si realmente ya no me hacía falta el sueño o más bien, me daba miedo recuperarlo, después de todo, a nadie le gusta tener dolores por todos lados, cosa que a mí me pasa siempre que hay pesadillas de por medio.

Avanzaban los minutos y la madrugada se hacía eterna, ya eran más las horas que había permanecido despierto que soñando, ya era más la resignación a ver el amanecer recostado en la cama, que esperar el timbrazo de la alarma.

Como quiera que sea, el tiempo pasaba y a mi noche en vela por lapsos la adornaban pisadas de gatos libres corriendo por el techo, o ladridos de perros torpes a lo lejos. Uno que otro auto con pasajeros trasnochados igual eran de la partida, y es que, en momentos así, es cuando mejor se aprecia lo que hay allá afuera.

Recordé por un instante esa canción que dice "y nos dieron las 10 y las 11, las doce la una y las dos y las tres". No la recordé porque viviera en ese momento un suceso erótico, no. Más bien, porque ya había cruzado el umbral de las 3:30 a.m. y los ojos seguían abiertos, deseando cerrarse, y deseando no encontrarse de vuelta con las pesadillas que cortaron el descanso. 

La noche era larga, fría. Lucía inmensa sobre mí, carente de piedad y de tregua para alguien que, en mi condición agripada, no tuvo más opción que resistir, resistir hasta que por obra y gracia de no sé qué ni quién, el sueño regresó a mi cuerpo y, de a poco, me permitió cerrar los ojos.

Y así, ya casi dando las seis de la mañana, y con parpadeos lentos, respiraciones suaves y un susurro lejano, algo acabó por encantarme luego de haberme tenido en vela, tal vez cuidándome, o quizá cuidando yo de ello, de eso que sentí encima, y que me mandó de vuelta a los brazos de Morfeo.


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