jueves, 4 de enero de 2018

Historias Invernales. La Bienvenida.

El último viaje tuvo su arribo a la tierra elegida el 19 de diciembre, sin embargo, los mejores momentos llegaron con el inicio del invierno un par de días después, reafirmando mi creencia de que en éstas fechas frías es cuando más cálido es el humano.

La última vez que visité la sierra nororiental de Puebla, era sólo un chico de 15 años que sentía nula atracción por la vida rural, las veredas y los verdes cerros que amurallaban las zonas aledañas del centro de Tlatlauquitepec. Hoy, siete años después, mucho de mí ha cambiado, en especial la fascinación que en este momento siento por el día a día de la comunidad de "La Cumbre".

La ruta fue pesada, tediosa para el cuerpo. De la ciudad de Pachuca a la antigua estación de ferrocarril de Oriente, Oriental pues. Posteriormente un autobús más hacia el pueblo mágico y ahí estaba listo un auto para llevarnos. Atravesamos el centro de "Tlatlauqui" a bordo de un Tsuru gris, después tomamos algunos kilómetros de la carretera federal hacia Teziutlán y posteriormente una desviación para internarnos aún más en un vasto bosque lleno de encinos, pinos y ocotes, todo sin el lujo de súpermercados ni el bullicio de avenidas transitadas; sin banquetas ni guarniciones ni concreto en el camino, lo único que veía era un paisaje profundo creado por algún tipo de ser sabio y noble. 

Tras 20 minutos serpenteando por curvas de terracería, llegamos. "La Cumbre" permanecía como mi memoria me indicaba: a mi izquierda una casa sencilla, armada con tablas, lámina y con una entrada rodeada de bejuco y aves de corral, a mi derecha un bordo que tenía una pequeña vereda ascendente con dirección al monte, y frente a mí, la casa de mi tío, un camino empedrado que conducía hacia otras casitas y la única tienda de la comunidad, con su publicidad cervecera y una banquita para sentarse a beber aguardiente. Me sentí en casa.

Un par de niños jugaban con un balón medianamente gastado, al vernos se extrañaron y no nos saludaron. Intuí que al menos uno era mi sobrino, pues el parecido con mi prima era notorio y llamó mi atención. Bajamos las toneladas de equipaje y saludamos a la familia; un apretón de manos, algunos chistes, risas y un cálido abrazo es lo común allá, es la forma en la que nos expresan que se sienten felices por la visita luego de mucho tiempo ausentes.

Sentía una calma enorme en ese lugar, y era obvio. Uno siente paz donde se sabe apreciado, donde las deidades mutan en nubes y tocan la cima de los cerros rojizos y donde un balón se puede convertir en el pretexto ideal para que los niños vuelvan a respirar con libertad y se quiten de ataduras modernas. 
Esa fue mi bienvenida, con gente invitándome "wines" (una copa de aguardiente) y con comidas llenas de aguacate cremoso y el sabor de los guisados cocinados con leña recién cortada.

Ahí viví historias que tendrán su lugar en este espacio, así como yo tuve mi lugar entre neblina y cachorros inquietos, sabores picantes y café en abundancia. La vida rural me deja lecciones que sólo se aprecian cuando uno está extrañando casa o cuando los pies descalzos andan por el lodo persiguiendo a una madre gris y tentativamente angustiada. Porque mientras más recuerdo lo que pasaba en la encumbrada comunidad, más sonrisas se pintan en mi rostro, aún cuando la incertidumbre de la lejanía y la espontánea pérdida de ilusión se anidaban en mis costados. 



 

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