miércoles, 24 de julio de 2019

¡Qué chido está Pachuca!

"Y si me pierdo, no me busques tan lejos, seguro estoy por ahí"

Muchos creyeron que en 2012 sería "el fin del mundo" o algo similar. Sin embargo, en mi peculiar caso pareciera que ese año en realidad terminó por mutar la realidad de aquél momento, metamorfosis que se concretó en julio del 2013, cuando un temeroso muchacho salió de casa y llegó a lo que hoy, con mucho cariño, llama "hogar".

Porque fue en 2012 cuando finalmente decidí el camino que habría de tomar en cuanto a la formación académica y, también, en cuanto al lugar que habría de acoger mis sueños y esperanzas: una ciudad que se jactaba de ser Bella y Airosa, tranquila y por lapsos árida, llena de tuzos en diversas madrigueras y de pastes en cada esquina de cada calle de cada colonia.

Pero, eso es lo de menos, porque aquí estamos hablando de Pachuca. De cuán noble ha sido con el flacucho sujeto que deseaba ser periodista y ahora, sólo aspira a escribir hasta que sus manos se hagan viejas, con arrugas y temblores.

Pachuca me recibió con mucho calor típico del verano en esta zona del país. Me recibió con una imagen que, desde entonces ha sido de mis favoritas: el Monumental Reloj de la Plaza Independencia. Luego de seis años aquí, aún creo que ese espacio tiene magia siempre que lo visito. 

En Pachuca llegaron a converger personas que hoy me tienen maravillado por su coraje, por la valentía con que han caminado. La Bella Airosa hasta me permitió conocer a mis ídolos enfundados en una casaca rojinegra. Aquí conocí de todo, y aún sigo aprendiendo de aquello que veo en todas partes: en los plantones antorchistas frente al Palacio de Gobierno, en los absurdos del Congreso del estado y también en las butacas vacías del Estadio Hidalgo cuando los Tuzos no andan bien.

Quienes han pasado toda su vida aquí, en su mayoría me han dicho que se trata de una urbe gris, aburrida, sin mucho que hacer y con poco que admirar. Siempre les digo lo contrario. Aquí hay de todo: ricos cocoles y gorditas de nata en la calle de Guerrero, unos murales fascinantes en el Río de las Avenidas, expresiones de fe extrema en Avenida Juárez cada 12 de diciembre, y una constante lucha de la clase obrera en prácticamente, todos los rincones de la capital del estado; Pachuca tiene en sus rincones muchas miradas esperando ser descubiertas.

Debo aclarar algo: soy un nómada que en estos seis años ha sido sedentario en Pachuca. Soy un poblano que disfrutó mucho "conquistar" el Estado de México y que, volviendo a su pequeña patria necesitó de un nuevo estanque para "practicar su nado". Así que tal vez no sé mucho de la ciudad que hoy me abraza, pero sí sé mucho de apreciar lo que los bastos hogares ofrecen.

Pachuca me mostró atardeceres donde los ángeles llenan de fuego el cielo. En sus calles llenas de baches llegué a lugares donde sembré sonrisas y suspiros. Pachuca es ese espacio que con su relativa calma provinciana, puso de cabeza aquello que solía vivir entre el ajetreo del Valle de México y lo místico de mi Sierra Norte Poblana. Pachuca ha sido mi vida desde que puse un pie en su geografía.

Hoy, luego de tantos vientos despeinando mis cabellos, luego de unos cuántos kilómetros caminados y de más de un par de zapatos desgastados; miro a los días previos y no termino de entender cómo es que seis años han pasado tan de prisa. Algunos recuerdos me parecen más cercanos de lo que realmente son y, otros en cambio, me parecen tan distantes como el punto de origen de esta historia, la que narra mis venturas y desventuras en la mágica capital de Hidalgo.


lunes, 1 de julio de 2019

Reconociendo el Jardín.

"Si me he de perder que me pierda por ti".

Trato de guardar cada memoria suya en la mente, y esas imágenes nítidas me llevan en buena medida, a aquella fuente. Es en ese espacio en donde pareciera que las manecillas a veces caminan y por lapsos se duermen, y es justo ahí donde recae el peso de quien escribe notas en papel y abraza en las tardes frías.

Es entonces, aquella fuente, el hogar de algunos recuerdos que ya no son míos sino nuestros, o suyos tal vez. Es en ese pequeño jardín donde la penumbra nunca nos alcanza porque su brillo es vasto y llena enteramente al mundo. Y no, no estoy exagerando. Los destellos de tan especiales ojos y la radiante sonrisa suya, inundan los colores conocidos y causan envidia al Sol y a la Luna misma.

De vez en cuando aterriza cerca de nosotros un valiente colibrí, el pajarillo bate sus alas como si cada movimiento anunciara su alegría por verla en el jardín. Y si yo fuera un ave, seguramente agitaría las plumas también, porque la maravilla de ser parte de esto, tiene su principio, pero por suerte, no tiene fin. 

Poseemos ya la fuente, el pacífico jardín y al tierno colibrí, pero todo ello es pequeño porque lo más grande de ese castillo es verla sonreír. Y si existe algo aún más milagroso que aquella mueca, es el deleite de un abrazo fuerte que es todito suyo y para mí. Ni los rosales se sienten espinosos, si es ella quien te acoge entre su calma; ni la vida misma sabe tan bien, como cuando ella te sana el alma.

Estoy intentando guardar hasta el más delicado detalle suyo, porque me agobia pensar que en algún momento de la existencia, uno pueda de pronto algo olvidar. Habré entonces de llevarle en la piel, así cuando la cabeza falle, la tinta seguirá tan arraigada como la voz de quien bromea y canta con cada atardecer.

Y así paso mis días, apelando al rincón que albergan esas murallas amarillas, deseando que me alcance la vida para escribir recuerdos y una que otra poesía. Porque cuando uno se jacta de haber visto todo, resulta que de la nada aparece alguien, y entonces entiendes que ha sido hasta ese momento, cuando realmente empiezas a reconocer una fracción de este mundo. 

  

Un error en la matrix. Vol. I

 ¿El día? Puede ser cualquiera, digamos que en esta ocasión el calendario marcaba un martes. La tarde era tibia, sin muchos reflectores más ...