La Diosa no estaba, se había ido, o tal vez sí estaba pero se encontraba ausente. Dentro de lo vacío que me sentía, por lo menos era bueno saber que la Diosa y yo teníamos algo en común: parecíamos ausentes la misma noche. Ella de mí, y yo del resto del mundo.
Mi noche era una tormenta de pensamientos disfrazada de la calma que los marineros sienten cuando pisan tierra luego de estar a la deriva. El pasado, el presente, el futuro; todo tenia lugar pero no forma, todo tenía color, textura y aromas pero, nada tenía lógica aparente. La cena era exquisita, el clima mantenía mis pies helados y de alguna manera sedaba mis dolores corporales pero avivaba los sensoriales, los que le competen a las memorias y los sentimientos.
¿Disfrutamos la vida o qué? ¿Cómo se disfruta la vida? ¿Qué se hace cuando la vida pasa lentamente a través de las costillas en una noche de verano fría? Apenas un puñado de preguntas y toda una baraja de respuestas posibles. Entre chistes malos en la TV y el eterno resplandor de una mente sin recuerdos, pensé que lo mejor para explorar el panorama infinito de este episodio, sería dormir y hacer a un lado los ratos melancólicos; pensé que sin emociones conectadas a memorias específicas dentro de mi mapa mental, podría dormir tranquilo como suelo hacerlo luego de un par de tragos de whisky. Pensé, pensé, pensé. Nada.
La infinidad del panorama me alcanzó y la melancolía de los ratos se hizo presente en mi pequeña cama individual. Los compañeros de sueños que suelen acompañarme, no tenían respuesta con toda su suavidad y felposa presencia. La luz no existía porque es inhumano pretender descansar cuando uno mira directamente a la luminosidad de ese foco blanco. Escuchaba claramente todo tipo de sonidos. Estaba presente una disputa entre canes en la cercanía de esta casa, unas cuantas y tímidas gotas de agua chocando contra la ventana, el viento meneando suspiros, la relajación y el descanso de mi familia... todo tenía sonido e identidad, todo menos yo. Yo carecía de sonido porque aunque estaba despierto, no tenía muchas ganas de hablar. ¿Con quién diantres iba a hacerlo? Ni siquiera conmigo mismo era válido eso porque, mi otro yo, el que a veces me escucha, ya estaba cansado de la misma charla sobre la misma mujer y sobre los mismos ratos de nostalgia. ¡Yo no me cansaría de ella ni de esos ratos! ¡Qué maravilla ha sido poder vivirlo!
Avanzaban las manecillas del reloj y yo seguía vivo, despierto pero fatigado y al mismo tiempo, enérgico. Meloso entre un amor para recordar y el afortunado que encontró a un ángel en el infierno que representa la guerra. Meras referencias hacia películas románticas, claro está. La madrugada pasó así, con entretenimiento cursi mientras la soledad me hacía grata compañía. ¿Qué tan absurdo debe ser que en mi madrugada libre, una historia de amor me haga sentir jodidamente triste? Tal vez se debe al ideal que a mí me gustaría perfeccionar con la compañía indicada, tal vez.
Los panoramas morían de a poco con el marchar del tiempo nocturno pero los ratos esos de melancolía -o nostalgia, no se-, seguían martillando mi pecho, mi hombro derecho, mi muñeca izquierda y ambas rodillas. En realidad esos son achaques que la edad me ha dado pero, me gusta creer que explicándolo así tiene un impacto mayor en los miles de lectores que entran a este blog. Cercano el amanecer acompañado de la maravillosa estrella matutina, deduje que la cura para todo mal es revivir las memorias que se guardan cerca del hipotálamo, según recuerdo haber visto en un episodio de House M.D.
Que haya una narrativa tan clara usando fotografías, habla de que las capturas fueron perfectas, o de que nadie salvo yo, recrea mejor el momento. Corrió una lágrima por mi pómulo hacia mi mejilla y se ahogó en mis labios. Ignoro si se trataba de alegría o tristeza, pues me supo a sal con una carga moderada de 'ganas de alguien'. Cerré la computadora y los ojos también...